miércoles, marzo 01, 2006

El crítico de Venecia: tragicomedia en varias funciones

El mercader de Venecia

Título original: The merchant of Venice
País: Estados Unidos-Italia-Reino Unido-Lexemburgo
Año: 2004 / Duración: 2 horas 18 minutos
Guión y Dirección: Michael Radford
Basado en: “El mercader de Vencia” de William Shakespeare
Intérpretes: Al Pacino, Jeremy Irons, Joseph Fiennes, Lynn Collins

Por Dregan Remetz

Sala: Village Cinemas / Fecha: 2 de febrero de 2006

Nos sucede a menudo que al llegar a la sala percibimos la furia de las demás personas: “Ah, los críticos de cine, ¡qué seres mezquinos! -parecen pensar- ¿quienes creen que son? ¿con qué derecho hablan de esa manera? ¿por qué destruyen, los viernes, en sus columnas las películas que nosotros hemos adorado el jueves por la noche?” y sus ojos furibundos se llenan de animosidad. Desconocen los coléricos, al acusarnos de insensibles, las penurias de la profesión, en especial olvidan que no siempre contamos con credenciales y que debemos abonar nuestros tickets al mismo importe que un Don Nadie. Somos, en consecuencia, no solo víctimas de un sistema fatal que impone un precio atroz al franqueo de la puerta, sino también de los demás asistentes, cuyo despecho es fogueado por los empresarios con el objetivo de destruir nuestras reputaciones y doblegar con el miedo nuestros juicios para conseguir un ejército de fieles servidores (en cuanto comprueban que uno pertenece a sus filas lo agasajan con funciones avant-première, credenciales y merchandising original).

En este estado de contusión emocional llegamos a un moderno complejo de cines ubicado en nuestra ciudad. En esta oportunidad vamos a apreciar el nuevo transvase de un texto shakespereano a la pantalla grande: se trata de la controversial obra “El Mercader de Venecia”. Como una ironía del devenir de la lengua, debemos advertir al lector desprevenido que ha corrido mucha agua debajo del puente. Muchas voces en pro, muchas otras en contra, siglos de airadas defensas y acalorados ataques preceden al estreno de esta pieza. Claro, Al Pacino, otra vez y, claro como el agua, millones de dólares en ambientación...ya tenemos todo lo necesario para asegurar el éxito de la película: polémica, un actor con fama de “autoridad en Shakespeare” y apretados corsés que aseguran una buena dosis de erotismo fetichista, sólo por si algún distraído entra a la sala equivocada (el gran Shakespeare puede satisfacer a todos, ¿no?). Allí vamos nosotros, nuestra conciencia profesional intacta a pesar de los golpes y nuestros bolsillos vacíos.

Ya en la fila para ingresar nos parece reconocer a los compañeros de sala, ese sector exquisito que ostenta su magnífica cultura asistiendo a una función como la que nos toca, esos que saben apreciar en su justa medida esta clase de circunstancias que se presentan una, o a lo sumo dos, veces por año: caballeros que conversan distendidamente sobre arte y política mientras fuman y señoras nobles que evocan entusiasmadas un rosario de films vistos anteriormente. Abundan las alabanzas a Pacino.

Nosotros modestamente nos apechugamos en un rincón a escuchar. Si es que hemos visto alguna de esas películas, jamás conseguiríamos arriesgar unas interpretaciones tan intensas: ¿merecemos ser llamados “críticos”? ¿no son más dignas del apelativo las nobles matronas que no pierden jamás la oportunidad de ver, de vivir, una de estas notables producciones que para nosotros no son otra cosa que objetos donde recrear nuestra curiosidad y de donde extraer el más epicúreo de los placeres? ¿no son ellas, amantes incondicionales de los Clásicos, las que deberían poseer el dorado (aunque, como hemos aclarado anteriormente, muchas veces tortuoso) título de Crítico de Cine? ¡Ah matronas mías con qué justas palabras me hacéis dudar de mi idoneidad!

Atravesamos el largo pasillo alfombrado apesadumbrados por la crisis de identidad laboral: estas discusiones de zaguán nos sumen en un estado que presagia tempestades... nuestro sueño de noche de verano se hunde en el fango inmundo de la desesperación frente a esas fierecillas indomables. El candybar, que nos sonríe irónico mientras abraza a las dignas señoronas, profundiza mucho más la crisis. Nos alejamos avergonzados, imaginando palomillas de maíz atascadas en nuestras encías, que permanecerán vacías: ¿puede uno considerarse amante del séptimo arte sin una bolsa para devorar durante la función?

Ya en la sala ocupamos nuestra butaca. A decir verdad no es exactamente la nuestra: un distraído asistente, un engominado muchacho de cuarenta, desprevenido, ha posado su humanidad en J-6, que es exactamente la locación estampada en nuestro billete. Dudamos un momento (el que nos lleva trasladarnos desde J-1 hasta J-3) entre increpar al hombre de manera violenta o hacerlo suavemente. Finalmente y recordando el maldito tratamiento de control de ira, nos sentamos en J-4 (J-5 está ocupado con su suéter de hilo blanco, el que traía anudado al cuello a pesar del calor), aunque si hubiéramos sabido podríamos haber entrado por la otra puerta para ocupar J-8 o K-7 para quedar mejor ubicados frente a la pantalla. Siempre nos preguntamos lo mismo: ¿somos los críticos los únicos en respetar los asientos preasignados? No, la verdad es otra: es sabido que los vendedores de tickets tienen órdenes de sus superiores (y les causa placer obedecerlas) de vender dos veces el lugar que ocupará el crítico. Es este uno más de sus terribles ardides de coacción, pues conocen perfectamente nuestra necesidad de orden.

Las luces se debilitan y nuestro encono también: la magia del cine es sagrada.

La película se abre con una serie de datos históricos que buscan zanjar las discusiones sobre si la intención del director es buena o es mala. Claro que los contemporáneos del bueno de William no necesitaban nada de esto. Afortunadamente una de las señoras cultas que está cerca nuestro nota semejante profanación perpetuada por el guionista y lo comenta a su acompañante a media voz para que todos podamos, gracias a Dios, escucharla y aprender un poco más: “esto no está en la obra”, dice señuda, con seguridad quirúrgica.

Una pareja de tortolillos, futuro señor engominado y futura erudita de hall como los que ya hemos conocido, se hacen arrumacos detrás...sin duda no han percibido que la sala está ya a oscuras y que la película lleva cinco o seis minutos. ¡Ah, el amor! ¿Acaso no es hermoso contemplar a estos niños amarse, olvidados de todo? ¿No es tierno que tapen con sus “te quiero” los de los personajes de la obra que hemos ido a ver? ¿Quién se molestaría? ¿Y qué decir de aquél pobre hombre, dos butacas más adelante, que olvidó apagar su celular (del cual ha llagado a ser mucho más esclavo que de cualquier reloj que haya descrito Cortázar) que ahora suena y que él no puede dejar de atender? “Estoy en el cine” oímos que susurra “decime que necesitas” propone abnegado: sentimos una imperiosa voluntad de preguntarle si necesita nuestra ayuda. No la ofrecemos por miedo a no estar a la altura de las circunstancias.

Otra víctima: una de las matronas que estuviera secuestrada en el candybar debe ahora ocuparse de vaciar una bolsa de papel. La pobre mujer debe hundir una y otra vez, de manera mecánica, sus dedos regordetes en la blanca y acolchonada multitud de pop-corn. Los hunde y los levanta para llevarse a la boca la masa blanca y almibarada y los tritura rítmicamente. En la penumbra, conmovidos, olvidamos la película y, pensando en la pobre señora, en su dolor por la molestia que causa con la bolsa de papel, en su sacrificio al mover las mandíbulas sin poder evitar que todos oigamos los gritos de las palomillas desmenuzadas, repetimos nuestra pregunta: ¿puede uno considerarse amante del séptimo arte sin una bolsa para devorar durante la función? La mujer prefiere olvidar su estricta dieta con tal de no pecar por omisión.

¿Y el Mercader? Sin dudas no nos parece una gran versión. Nos gustan muchos los corsés y también la interpretación de Pacino. Pero por momentos nos asfixia la eterna cara fruncida de Irons. La película se vuelve mínima: ¿qué importancia puede tener si junto a nosotros el pobre ser del celular es otra vez importunado por un anónimo esclavista? ¿y la bolsa sin fondo a la que ha sido condenada la señora de atrás? ¿y qué puede ese amor impostado por los actores frente al de la pareja aquí y ahora, tan cerca que casi podemos sentir el calor de sus respiraciones en nuestro rostro?

Coda

Promediando estos párrafos, que redactamos mentalmente en la sala, sentimos como un hielo en el corazón conmovido por todo lo que nos rodea la furia infatigable de la que hemos hablado al comienzo. Nuestro ánimo se hunde desesperado imaginando las miradas furibundas y las lenguas sangrantes de hiel que nos buscan en la oscuridad. Miles de veces nos han increpado así: “¡Oh crítico! fanfarrón ignorante ¿por qué te ocultas en esas palabras huecas y te arrogas el derecho de destruir los films? Ser amargo y falso, prestamista de elogios, ¿no puedes vivir y dejar vivir? ¿Por qué, carnicero, debes cortar de tu víctima una libra de carne y presentarla mutilada así, desfigurada y moribunda, a los demás?”.

¿Cómo responder? Nos han infamado en todas partes como a una raza maldita y ¿por qué razón? Somos Críticos. Un Crítico ¿no tiene ojos? ¿No tiene un Crítico manos, órganos, dimensiones, sentidos, afectos, pasiones? ¿No se alimentaría si pudiera con las mismas palomitas, no es herido por las mismas armas, no está sujeto a las mismas enfermedades, no se cura por los mismos medios, no se enfría y se calienta con el mismo documental y el mismo thriller que vosotros? Si nos pincháis con un drama, ¿no sangramos? Si nos hacéis cosquillas con una comedia de enredos, ¿no nos reímos? Y si nos ofendéis con un guión pésimo ¿no nos vamos a vengar el viernes en nuestras columnas? Si somos como vosotros en lo demás, nos parecemos a vosotros en eso. No nos acuséis de lo contrario.

¿El film? Allí yace, abandonado sobre la pantalla. ¿A quién le interesa?

free hit counter
hit counter