viernes, marzo 24, 2006

La del mono

King Kong

Título original: “King Kong”
País: Estados Unidos-Nueva Zelanda / Año: 2005 / Duración: 3 horas 7 minutos
Dirección: Peter Jackson / Guión: F. Walsh, P. Boyens y P. Jackson
Basado en la historia de: M. C. Cooper y E. Wallace
Intérpretes: Naomi Watts, Jack Black, Adrien Brody, Andy Serkis

Por Dregan Remetz

Sala: Village Cinemas / Fecha: 12 de enero de 2006

Este momento, en el que se aguarda la hora sublime de entrar en la sala de proyección, es fundamental para los críticos. Es en ese supremo instante en el que podemos tomar el pulso a los potenciales lectores, es allí donde alcanzamos una idea acabada del estado en el que se encuentran las discusiones, los intereses, el nivel de penetración de nuestras opiniones. Pecamos frecuentemente leyendo a nuestros colegas, algunos de los cuales logran tales niveles de refinación en sus comentarios que casi no se entiende lo que quieren decir, y olvidamos nuestra razón de ser, el cimiento de la industria cinematográfica: el público masivo. ¿Qué sería del cine si no fuera por esas hormiguitas obreras carentes de opinión dispuestas a obedecernos en todo, esas bestezuelas informes y hambrientas, ansiosas por disfrutar lo que se les mande? Y que conste que no introducimos esta cuestión por justificar nuestra función, en buena medida parasitaria del sistema, sino justamente por el sistema en sí mismo. El sistema se alimenta de ellos y los obliga, mediante su instrumento de difusión favorito (los críticos que se han rendido a las comodidades de la masividad), a consumir lo que el negocio tirano impone. Ciertamente diabólico: el público va incluso a las películas que sabe que no le gustarán.

Nos angustia este momento mezcla de ansiedad y melancolía, en el que reflexionamos así y al mismo tiempo tenemos la posibilidad de escuchar que King Kong “tal y como lo había leído, es un mono gigante que está muy bien hecho, ¿no?” y luego a alguien con miedo decir “¿sabías que esos insectos come-hombres existen?” pues en un artículo especializado se afirmaba tal cosa. Unos metros más atrás se acerca un señor de gafas caladas que viene conversando con su esposa sobre la posible locación de la isla y discrepa con un crítico francés que opina que se trataría de la isla Mauricio: aunque tal vez los insectos podrían ser deformaciones fantasiosas de unos que allí se encuentran, la vegetación no concuerda. Una señora de papada rítmica le dice a su compañera de cachetes extra-rojos que la película no la ha sorprendido: la realidad siempre supera a la fantasía y ella ha leído en el periódico que se ha encontrado un esqueleto que reúne las características del tremebundo simio. A mis espaldas una voz, que no alcanzo a vincular a ningún cuerpo, pregunta en términos técnicos por la factura de los efectos: “¿y cómo mierda hicieron esta bosta?”(sic). Por último (y esto lo escuchamos y leemos en más de una ocasión) el consabido “me pareció muy fantasiosa”.

Pero todo esto queda de lado al notar, como tantas veces lo hemos notado, que la gente sale siempre acompañada del cine; incluso muchos de ellos sin nada interesante que compartir, pero unidos, conversando sobre los planes para la noche, lamiendo el mismo cono de helado, riendo. Nuestro rostro se amarga al pensar en la soledad que nos impone la profesión o, simplemente, la vida.

A la hora de entrar llevamos pies de plomo y unas lágrimas corrosivas saltan impunemente al vacío luego de deslizársenos por las mejillas como por un tobogán. Tomamos nuestro lugar, desempañamos las gafas y, justo a tiempo, comienza el film. Decimos “justo a tiempo” porque en ese momento la soledad tomaba el rostro de una Mujer específica y corríamos el riesgo de sufrir una crisis incontenible, de esas en las que solemos causar algunos destrozos y que atentan, aún más que el precio de las entradas, contra nuestra magra capacidad de asistir a las multisalas.

Pero atenuadas las luminarias, las pasiones se calman. El asiento de fibra de lana se nos amolda y nos acuna como a un niño, lentamente nos acostumbramos a la penumbra y una plácida modorra invade nuestras conciencias. Las lágrimas recientemente vertidas surten un efecto doble: por una parte colaboran con el sopor que nos invade y por la otra han lubricado nuestros globos oculares para permitir un deslizamiento óptimo y evitar la irritación. Nuestra respiración se acompasa y profundiza. Es el estado Alpha del crítico.

La trama se desarrolla de manera espontánea, casi lógica: un director loco (Jack Black), obsesionado con una historia; el comité directivo de un estudio que se empecina en ganar dinero y que quiere destruir el proyecto; un escritor exitoso y solitario (Adrien Brody); una muchacha desprotegida que sueña con ser actriz (Naomi Watts), y que acaso reclama nuestros fuertes brazos peludos para protegerla... ¡Oh! pero ¿por qué hemos dicho “nuestros”? ¿Es que otra vez estamos confundiendo la realidad con la fantasía?

El resto de la historia es bien conocido: por una serie de hechos fortuitos, que incluyen el descubrimiento del mapa de una isla inexplorada, se embarcan en una aventura sin precedentes. La nave llega de manera inesperada a su objetivo. La tripulación completa desembarca y es atacada por unos nativos en estado de salvajismo.

Hasta la aparición de una nativa vieja y desgreñada, que pronuncia palabras inentendibles en estado de trance, la tranquilidad en la que nos encontramos no es rota por nada, las aventuras son divertidas pero ajenas. Pero cuando esta especie de sacerdotisa de la tribu comienza a refunfuñar, los belfos se nos dilatan y la sustancia del peligro (que es también la del amor) se mezcla en nuestro caudal sanguíneo por orden de una ignota glándula. Finalmente algo está ocurriendo: la actriz es robada y ofrendada a un misterioso Rey, todavía ignorado por el espectador.

De manera repentina, como una tormenta salida de la nada, un tufo bestial golpea nuestro cerebro e invade nuestros sentidos ¿qué sucede aquí, en esta sala, que momentos antes nos resultaba una apacible cueva? ¿qué olor es este que encontramos lejanamente familiar y que nos causa un placer agónico? ¿se relaciona en algo con lo que la pantalla enseña? Nuestro pecho se dilata de manera exagerada y el pulso se acelera abruptamente: un resuello involuntario se nos escapa y, al mismo tiempo, el miedo nos atenaza. Afortunadamente nuestra emisión ha sido inaudible porque el propio Kong acaba de hacer su aparición con un aullido despampanante, pero el olor nos sigue enloqueciendo y nos vemos impelidos a levantarnos para dar un par de vueltas en círculo por la sala.

Al volver a sentarnos, el gigantesco gorila ha tomado a la chica ofrendada y la observa bailar. Sabe, como el gigante de ojos azules que amaba a una mujer pequeña, que amores grandes no entran en casas de muñecas. En las profundidades de su feroz instinto intuye que esa diminuta estampa blonda que se mueve ante sus ojos, en medio de un osario constituido con los restos de ofrendas anteriores, no le corresponde, pero está decidido a tenerla mientras pueda. Nos rascamos azorados la cabeza al comprobar que el simio está completamente enamorado, que en su bestialidad se agita el amor más puro, irreflexivo e irreverente. Ella es tan encantadora, nos fascinan sus movimientos y comenzamos a aplaudir entusiasmados: por un momento nos ilusiona la posibilidad de que vivan felices para siempre.

Entre nubes de delirio, porque el olor sigue siendo penetrante en la sala, vuelve el rostro de Mujer que nos amenazara antes, a la entrada. Abruptamente comenzamos a saltar de una fila de butacas a otra y nos golpeamos el pecho. Finalmente la crisis tan temida ha logrado apoderarse de nosotros. Ahora que sabemos que el olor es el de la Mujer rugimos desconsoladamente palabras lastimosas como “¿dónde estás querida?” y nos agitamos. Estamos causando un verdadero escándalo. Los bramidos alertan a los operadores que entran a la sala, munidos con aerosoles de cloroformo con los que nos apuntan...

Despertamos encadenados a la butaca, los sentidos atontados por efecto del sedante impiden de momento percibir el aroma enloquecedor. En tanto, la acción ha vuelto a desarrollarse en Nueva York. La alta sociedad, en jaque por el gran crack de la bolsa, se amontona con sus mejores galas en un teatro para ver la temible bestia: un gorila enamorado. El telón se abre ante nuestros ojos y una pena incontenible se nos esparce por el corazón. El animal yace allí, dormido y atado, lejos de su amada...Algo nos encandila, un vigilante al servicio de la empresa multinacional de cines en la que nos encontramos nos azota con su linterna: “quedate bien quietito si querés terminar de ver el show” amenaza a la vez que zangolotea el índice. La provocación es inadmisible. Furiosos, queremos romper las ataduras y después de unos momentos de lucha lo logramos. Esta vez todos en la sala saben que es definitivo y salen despavoridos, menos el vigilante que yace degollado a un lado.

Ahora el aroma ha vuelto con ímpetu renovado y corremos por los pasillos para encontrar su fuente...ella tiene que estar por aquí. Al fin comprendemos que no está en el complejo y comenzamos a desplazarnos por las calles mientras bicipolicías desesperados nos persiguen, pero no nos alcanzan. Corremos hacia el centro, desde donde viene el viento mensajero de olores.

Trepamos al edificio Gómez, ¡oh! qué gran vista de la ciudad, desde aquí se puede ver todo... ¿dónde estás Mujer? De pronto un rostro surge de la oscuridad: es el Rostro. El viento arrecia aquí arriba y revolotea entre sus cabellos. Le acercamos nuestra mano torpe, demasiado grande y sucia para algo tan delicado, e hinchamos nuestros belfos y los paseamos por su piel para absorber la mayor cantidad posible de su esencia aromática...una luz blanca, muy blanca, nos despierta: la sala está iluminada y nosotros, para admiración del resto del público, acariciamos y besamos el aire.

Nos retiramos apesadumbrados, pensando qué decir sobre este film, mañana en nuestra columna. Los comentarios circundantes nos proponen algunas ideas: ¿hablaremos sobre los insectos y los dinosaurios? ¿por qué esos insectos? ¿por qué tales dinosaurios? ¿sobre los efectos especiales? Seguramente podemos estrellar un grito de tinta en las ediciones de los matutinos: “es una película demasiado fantasiosa” protestaremos. Podemos también confrontar con otros colegas sobre la ubicación de la isla, la existencia o no de gorilas como este, incluso sobre el fastidio que nos provoca el agotamiento que está sufriendo la industria. Pero no hablaremos de amor.

Abandonamos las instalaciones.

Un mono enamorado yace muerto y comienza a apestar.

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