Sala oscura
Por Nicolas Voloschin
El show comienza realmente cuando bajan las luces. La penumbra, calma y paz de la sala se convierten en el ambiente que requieren los devotos para rendir culto al fotograma.
Es curiosa la forma en que las voces disminuyen junto con la luminosidad de las lámparas. Poco a poco los focos y las personas nos vamos callando, como entrando en un trance que nos llevará más allá, a un mundo de fantasía que reclama para sí toda nuestra atención y silencio. La grieta que conecta este universo paralelo con el mundo real es, a ambos lados y no casualmente una “vía de escape”, el cartel rojo o verde con la leyenda “Salida”, como si hiciera falta escribirlo una vez que las luces se han apagado. Es la forma de llegar a la fantasía, como también en algunos casos la de escapar de ella. Estoy convencido de la necesidad del cartel pero también de su carácter profanador.
Los minutos previos a la oscuridad están cargados de un gran nerviosismo. Relojes que se verifican, como si se tratara de la salida de algún avión. Cabezas que buscan aquel aventurero que corrió a último momento al candy bar y aún no regresa. Al bajar las luces ya nadie puede garantizar la seguridad de este aventurero y por supuesto tampoco de su botín.
Qué cómodo se encuentra uno en la sala, pero a la vez qué extraño es todo esto. Estamos rodeados de desconocidos, a oscuras y en silencio; peor que un ascensor lleno de pasajeros. ¿A qué se debe esta comodidad? No pertenecemos a una logia que haya jurado lealtad a sus hermanos ni mucho menos prestar el debido respeto al acontecimiento que se avecina. Sin embargo, allí estamos todos sentados, dispuestos y seguros a disfrutar y compartir esta experiencia con un montón de compañeros anónimos.
Seguros en el lugar perfecto para sentirse amenazado o ejecutar cualquier tipo de crimen. Así lo atestiguan muchos filmes también. Quién notaría que una persona se acerca a otra, sutilmente se coloca en el asiento detrás de ella -sería imprudente colocarse al costado- y le susurra al oído aquella verdad terrible que le arruinará el resto de la película: que se acaban de llevar su auto por estar mal estacionado, que su novia lo engaña con el acomodador o, lo que sería mucho peor, el final que inesperadamente se avecina. Suficiente. Pero a no preocuparse demasiado, no he escuchado muchos de estos casos; ocurrirá seguramente como con las brujas.
Me llama mucho la atención el respeto que en general nos prestamos en esta situación. Estarán de acuerdo en que aquellos que lo profanan, a punta de conversaciones, celular, beeper, radio, comida o similar son cada vez menos. De hecho, son un cierto matiz a la solemnidad con la que se vive ese oscuro momento. Algo que se debe aceptar como a los niños que conversan durante un servicio religioso: es la voluntad de los dioses que estén allí. Por lo mismo, indiscutibles y divinamente imprescindibles.
Contando con tanta penumbra no podían los creadores de mitos desaprovechar esta oportunidad. Allí tenemos una última fila poblada de amantes que buscan un refugio para sus fantasías de amor, se den en la pantalla o sus pantalones.
No deja de llenarme de curiosidad y cierto temor esta oscura comodidad, para nada distante del callejón en donde no podría parar de voltear hasta colocarme los ojos en la espalda.
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