BAFICI 8: Apropiarse del Festival
Por Ariel Benasayag
Aproximadamente dos días completos demora terminar de apropiarse del BAFICI. Esto es, estudiar el catálogo de las cuatrocientas películas, elegir cuáles serán las afortunadas y armar el programa de funciones para los diez días restantes. Claro que el resultado no es un cronograma rígido e inmóvil (siempre pueden surgir imprevistos del estilo “las entradas para esa función están agotadas” o “tenés que ver esa película, es “El ciudadano Kane” de nuestro tiempo”) sino más bien un boceto que nos ayuda a ver lo que queremos, sin superposiciones horarias.
Por este motivo siempre me ha parecido que existen tantos festivales como participantes del mismo, ya que difícilmente dos personas coincidan en las veinte o treinta película que alcanzarán a ver en los días que dure. Y esto explica (sólo en parte, ya que nunca podemos olvidar la variedad de gustos que el séptimo arte permite) por qué en los pasillos del Abasto se pueda escuchar en diez metros de caminata que las películas que se están proyectando son obras de arte, pequeñas pero interesantes rarezas o, lisa y llanamente, pérdidas de tiempo.
Antes de seguir avanzando sobre la construcción del Festival propio, me parece necesario mencionar que existen también otras criaturas en esta fauna: los “apropiadores espontáneos”, seres que prescindiendo de catálogos, programas de funciones y resaltadotes amarillos, van armando día a día -con mucho más vértigo y margen de error- su BAFICI. Claro que son los menos, porque tanto público cinéfilo como prensa especializada saben que aquí se trata -en buena parte- de ver la mayor cantidad posible de buenas películas que nunca volverán.
Existe un efecto colateral al ejercicio de la investigación y programación obsesiva: el inevitable agotamiento físico y mental resultante de ver cuatro películas por día, escribir o hablar de ellas dependiendo de tu especialidad, ingerir basura a las apuradas en el mismo microambiente y, en los ratos libres, pensar si no es mejor que hoy vea la nueva de Gus Van Sant y mañana la de Sri Lanka o mejor al revés así puedo ver el martes que viene la de Juan Villegas y llegar a la noche al Malba para esa que proyectan una sola vez. Todo esto, con escasa horas de sueño encima.
Mi propio BAFICI. El mismo viernes santo que naturales y turistas aprovecharon para amontonarse en un mismo centro comercial yo terminé de armar mi programa para todo el Festival, que me deparaba tres películas en competencia -la primera en la argentina y las otras dos en la internacional- para ese día.
Varios de los comediantes entrevistados en “The aristocratas” aseguraban que el público ha perdido la capacidad de asombro en relación al sexo. Antes de la proyección de “Porno” (Argentina, 2005) personalmente pensaba que documentar la realización de una película pornográfica argentina sería en cierta forma interesante; o cuanto menos divertido, si se consideraban las particulares características de esa industria en el contexto de producción de un país devaluado como el nuestro.
La película de Homero Cirelli es eso: una suerte de making-off, un “como se hizo” de una porno de bajo presupuesto en la que dos chicas realizan una selección de personal para contratar un nuevo mayordomo para su casa quinta (se me ocurre que la versión porno de “El método” se vendería como pan caliente) y otras subtramas nada interesantes, como suelen serlo las de este género. El documental está construido con una mirada humana sobre los personajes y la profesión que se pierde en otra mirada, la poética, sobre el universo en el que ocurre todo esto.
En “Porno” hay desnudos, sexo explícito y algo parecido al cine. También hay mate y asado, globos y silbatos. Un perro calentón, una mosca entrometida y otras criaturas de Dios que siguen con sus ocupaciones mientras se gesta la película. Incluso las infaltables pequeñas confesiones de la vida privada y enseñanzas acerca de cómo fornicar mejor con una oveja o una chancha. Pero a pesar de que parece no faltarle nada, la película nunca compromete y sólo atrapa en las primeras escenas; al poco tiempo se torna monótona como una porno y termina resultando tan interesante como cualquiera.
Será porque he perdido mi capacidad de asombro.
Calificación: 2 Nanitos.
Me expuse a “First on the Moon” (Rusia, 2005) en cierto estado de somnolencia: una extraña ensoñación me mantenía observando hipnóticamente la pantalla y al mismo tiempo expulsaba mi concentración a lugares lejanos, siempre derivados de las imágenes. ¿Se trata de un documental construido con imágenes de archivo? ¿O es una ficción construida como documental? ¿Es posible que todo esto haya pasado?
La película de Alexei Fedorchenko es, como la inigualable “Zelig” de Woody Allen, una ficción sobre otra época construida con realidades y fantasías en formato documental. Crónica de los primeros experimentos para viajar al espacio -aquí situados en la década del treinta-, mezcla procesos selección de pilotos ideales, espionaje cinematográfico, entrenamiento militar y construcciones secretas, despegues en el descampado y aterrizajes accidentales en Latinoamérica. Todo imposible de comprobar, todo en tensión paranoica, todo con un preciso sentido del humor.
Calificación: 3 Nanitos.
Quince minutos después comenzaba el primer largometraje de Vimukthi Jayasundara que, además de integrar la Selección Oficial Internacional, compite por el premio de Derechos Humanos.
Lo primero que llama la atención de “The forsaken land” (Sri Lanka-Francia, 2005) es la maestría de sus planos: intensas composiciones que dejan ver más allá del horizonte de esa tierra abandonada, devastada después de una guerra que sigue presente casi sin percibirse; tomas largas que dicen más que los personajes, ritmos más lentos que el progreso de sus propias vidas, todo condensado en la extraña clama tensa que habita el páramo. Tierras aisladas en las que parece que no ocurrir nada mientras todo está pasando, aunque ya no importe.
Calificación: 3 Nanitos.
He de reconocer que hoy no fue un gran día para mi propio BAFICI: la idea que da fundamento a “First on the Moon” es sin dudas lo que más pesa en la película; en “The forsaken land” lo mismo se puede decir de la intención y su correlativa realización. Sin embargo, ninguna de las dos logró atraparme en sus temáticas ni sacudirme con sus formas en mi ensoñación.
(desde que salí de la función de “Porno” siento unas incontenibles ganas de recomendar “Juegos de placer” (Boggie nights, 1997) de Paul Thomas Anderson. Se que prácticamente no tienen puntos de comparación -esta no sólo es una excelente película, sino que además se trata de una ficción sobre un lugar y un tiempo distintos: los últimos días de la pornografía cinematográfica en Los Ángeles, antes de la masiva irrupción del video- pero no pude evitarlo y decidí resolverlo con este absurdo paréntesis).
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