BAFICI 8: (maldito) Primer día
Por Ariel Benasayag
- Hola, vengo a retirar la credencial de prensa.
- ¿Nombre?
- Ariel Benasayag, con be larga.
El responsable de la oficina prensa pasea sus ojos acompañados por un marcador por página y más páginas repletas de nombres, algunos resaltados en amarillo y otros en rosa -ojalá no me toque ser rosa-. Al mismo tiempo, una chica sentada a su lado (su ayudante, su amante, una compañera de trabajo que conoció esta misma mañana) busca mi credencial en una suerte de fichero artesanal de cartón corrugado, dividido por letras.
- Mmm... figurás como que ya te la entregaron.
No respondo inmediatamente -en realidad, no se qué decir-, debe tratarse de un error. Un error... a menos que alguien esté haciéndose pasar por mí. Alguien que, alertado sobre el paro de subterráneos que colapsa en este momento la ciudad, indujo que un provinciano de mi calaña quedaría atrapado en el confuso y nervioso tráfico tan propio del cemento porteño, hoy potenciado. El hecho es que, decidido a llegar a mi destino andando bajo tierra, no supe hacia adónde correr correr cuando pise la gran urbe -porque acá no se ven montañas que señalen el oeste-. Alguien que no conzco, o tal vez sí, es ahora yo en el Festival; y yo no puedo ser yo porque él tiene mi credencial. Maldito, sabía que me vería obligado a tomar desconocidos colectivos repletos de gente, que se deberían abrir lugar en calles saturadas de taxistas oportunistas. El empleado me mira, como esperando mi confesión. Estoy a punto de explotar, de reconocerme en un dejá-vù permanente digno de cualquier club de pelea que me empuja día y noche a buscar credenciales siendo otro.
-Acá está-, dice amablemente la chica. Los dos la miramos, como agradeciéndole la resolución sin conflictos. Y sí, es mi credencial. El empleado de prensa parece no poder explicarse lo ocurrido y revisa perplejo las hojas siguientes, como si en los apellidos con efe o eme estuviera la respuesta de esta marcación gratuita a la que me han sometido en lo que debería haber sido una calurosa bienvenida.
Procede a darme algunas indicaciones que apenas escucho. Eso sí, antes de abandonar la sala les pregunto acerca del catálogo de películas del Festival (un manual escolar de más de cuatrocientas páginas en el que se reseñan brevemente las 400 o 450 películas -el número varía según la fuente- que se podrán ver en estos escasísimos trece días). -No-, me responde, antes de que termine mi pregunta. -Nooo...?-, repregunto. -No, no lo regalamos-. -Ah... no, ya se que no regalan... (vine por primera vez a este maravilloso evento hace dos años, volví el pasado y en ninguna de las dos oportunidades vi semejante actitud por parte de la organización; pero se de buena fuente que no es un mito eso de que en las primera ediciones del BAFICI era una suerte obsequio, un souvenir que acompañaba la credencial de prensa) ...dónde puedo comprarlo?-. -Abajo, en el stand del Festival-.-Muchas gracias-.
Catálogo en mano (y postales promocionales de películas, apuntes para una conferencia sobre el "Nuevo Cine Argentino", horarios de funciones especiales, instrucciones de uso de la credencial y dos programas del Festival) vuelvo a subir las doradas escaleras que llevan a los dominios de la prensa, esta vez en busca de entradas.
Maldita organización. Ya son las 12:00 y en quince minutos comienza la función de prensa de "María y Juan (no se conocen y simpatizan)" (Argentina, 2005) de David Bisbano, que participa en la Competencia Argentina. Sigo en el stand de prensa, intentando elegir las películas para la tarde.
El primer día de Festival no suele ser un día muy feliz para nadie. Para el público y la prensa la información sobre las películas y las proyecciones resulta abrumadora; para los organizadores la mismísima organización parece fugarse permanentemente de sus manos. Mientras tanto, uno se pregunta dónde está todo ese glamour que promete desde el nombre este tipo de eventos. Buscó entre las películas disponibles y al mismo tiempo ojeo en el catálogo de qué tratan, de dónde son, quién las hizo. No me detengo en el "cuándo", detalle que me deparará una sorpresa horas más tarde. Elijo y corro. Llego a la puerta de los cines y respiro: hay cola para las tres funciones que comienzan en ese momento.
La cola es algo muy frecuente en Buenos Aires (me veo tentado de bromear acerca de alguna vedette en la tapa cualquier revista). Sin ir más lejos, la que estoy haciendo es la cuarta del día. Las dos primeras fueron para tomar colectivos y la tercera hace un momento en el stand de entradas. Ya han pasado las 12:15 y seguimos ahí, la prensa más impaciente comienza a perder la calma y quejarse por la demora. Nadie, nadie, puede dar respuestas; hecho que se repetirá a lo largo de todo el día. Finalmente subimos al segundo piso, pero sólo para hacer otra cola, esta vez de diez minutos.
Pero toda esta burocracia tiene una explicación. Una vez instalados en las butacas de la sala, el tal vez más apático de los empleados del BAFICI nos comunica que algo anda mal con el proyector y que la película se verá "con colores distintos a los que eligió el director" y que "los cielos son azules".
Aún así, "María y Juan" se deja ver. Bisbano se inspiró en la idea con la que comienza todo ejemplo de guión cinematográfico de taller: "María y Juan se conocen y simpatizan" y la suya, como esta, es una historia simple. Los protagonistas se conocen a través de internet y comienzan a construir su relación en el ciberespacio. Hasta que un día se animan y se dan cita en el microcentro porteño, entrada la noche. A partir de aquí se suceden todo tipo de desencuentros, generando en el espectador cierta sensación de expectante suspenso.
A pesar de contar con actuaciones no siempre convincentes (sobre todo la de Pablito, el amigo de Juan) y algunas elecciones estéticas cuestionables (los planos subjetivos de los personajes están realizados en video y en un tamaño de pantalla menor al del resto de la película), la película de Bisbano atrapa de forma extraña y va ganando el interés total del espectador. Esto, hasta que quince minutos antes del final se corte la proyección, aparezca el mismo empleado y, con un desinterés superlativo y sin levantar la cabeza, anuncia que a la organización del Festival le parece una falta de respecto proyectar la películas de esa forma. ¿Por qué no lo hizo una hora antes? Lo mismo gritaban algunos cronistas y tragábamos encolerizados los demás.
Una calificación resultaría imprudente.
Malditos latinos. Mi primera elección para la tarde fue "La muralla verde" (nuevamente tentado por el chiste fácil, esquivo un chascarrillo sobre Marciano Cantero y su banda), película peruana de créditos anglosajones, realizada en 1969. La elección se basó en mi deuda pendiente con gran parte del cine latinoamericano (nunca antes había visto una película peruana); y en este sentido, la categoría a la que pertenece la película de Armando Robles Godoy -"Malditos latinos"-, prometía bastante.
Pero claro, no caí en la cuenta de que se trataba de un estrenos de hace treinta y siete años hasta que ya era tarde. No tengo nada en contra de estos rescates que organiza el Festival, que nos trae películas del pasado que nunca se estrenaron par aquí y que seguramente nunca podremos volver a ver, pero he de reconocer que no me encontraba en mi mejor humor cuando empezó (nada peor que enfrentarse a una película sin predisposición: espectador y película no hacen más que perder tiempo y energía), y las características de la cinta no contribuyeron a mejorármelo.
En "La muralla verde" hay diálogos en off con un irreal efecto de cámara incluso cuando vemos moverse los labios de los personajes, aceleraciones y desaceleraciones de la cinta posiblemente fruto de la transcodificación de fílmico a magnético, y desprolijos y esporádicos inserts que se suman a los anteriores como otro elemento para reflexionar (mientras la películas avanza, claro) acerca de si se trata de caprichos estéticos del director, limitaciones tecnológico-financieras de la producción o del mejor trabajo del proyectorista del pueblito agrestiano de "El viento se llevó lo que".
La historia, contada en flashback, es la una joven familia (Mario, Delba y su hijo Rómulo, de 10 años) que se instalan en medio de la selva peruana por propia voluntad, escapando a la migración masiva que se dirige hacia Lima y en concordancia con la política de poblar aquellas incomunicadas tierras. Un argumento prometedor, que logra sus picos dramáticos en la constante lucha burocrática de Mario por conseguir la escritura de la tierra (un trámite que demora años a pesar del incentivo gubernamental al doblamiento, que no hacen más que subrayar una vez más la hipocresía y el desinterés de los gobernantes de turno latinoamericanos) y en las características y consecuencias del aislamiento. Conmueve también la marcha fúnebre en canoa de los vecinos del río, cuando la tragedia cae sobre la familia.
Horas después y de mejor humor, repasando mis notas, "La muralla verde" se ve mejor que cuando se proyecta. Tal vez tenga algo que ver con esto el paso del tiempo, que parece perdonarlo todo; incluso que se detenga la cinta a minutos del final -entonces me sentía condenado-, retroceda cinco minutos y los repita para llegar esta vez sí a una conclusión.
Calificación: 2 Nanitos. Claro que puede gustar más después de tomar un submarino en algún bar peruano, donde el famoso brebaje ya no es leche caliente con chocolate sino un pequeño vasito del mejor pisco local sumergido en un chopp de cerveza.
Maldita globalización. Sin un gran intervalo pero con expectativas me adentré en la tercer película de mi primera jornada cinéfila: más temprano había escuchado a alguien comentarle a alguien que el documental "John y Jane" (India, 2004) de Ashim Ahluwalia estaba muy bueno; dato más que alentador para el día que nos estaba tocando.
Integrante de la selección de películas de la categoría "Paraísos perdidos" y en competencia por el premio de Derechos Humanos, esta película se inmiscuye en la vida de los trabajadores de "call centres" hindúes, que ofrecen promociones y venden productos absurdos (¿los hay de otro tipo para este comercio?) a ciudadanos norteamericanos, que viven en Estados Unidos, a miles de kilómetros y con diferencia horaria.
No se trata de un análisis macroeconómico sobre la conveniencia de la instalación de estas empresas norteamericanas en países del tercer mundo (y en Argentina sabemos bastante de esto), ni tampoco de un manifiesto en contra de la explotación a base de sordera y stress que sufren estos telefonistas (y volvemos a saber bastante en este campo también). Es, en cambio, un documental -de excelente realización- que intercala imágenes y diálogos telefónicos de boxes con entrevistas a los empleados de cualquier call center, para mostrarnos una realidad asombrosa: la pérdida, o la sustitución de la identidad de estos trabajadores.
Aquí el call center se revela como una familia, como un lugar para hacer los únicos amigos, como una suerte de secta religiosa y una ideología que estructura la forma de ver y soñar el mundo. Quizás suene a demasiado, pero esto es lo que se ve y se siente al escuchar a estos empleados aleccionados no sólo en una perfecta lengua anglosajona y en técnicas de ventas, sino también en los "deseables para todos" valores norteamericanos y en el deseo irrefrenable de alcanzar el éxito y la felicidad a través del dinero.
Entristece ver a estos hindúes ciegos de su país y de su pueblo que dan la espalada para siempre a su cultura (incluso a su lengua materna), encandilados por el "american way of life" de John y June, estereotipos del norteamericano medio, felices consumidores de porquería.
Calificación: 4 Nanitos.
Ahora escribo; rápidamente, para no olvidar lo visto y lo sentido. Detrás, en la ya casi vacía sala de prensa, un posible periodista que se dice actor de una película nacional se abalanza sobre una colega oriunda de país de Europa Oriental, intentando arrastrarla a la función de su película, ofreciéndole entrevistas con el director y demás espejitos de colores.
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